martes, 9 de septiembre de 2025

 


ADIÓS A  LAS MONJAS DE POLANCO.

                                                                                                       Por Tino Barrero.

Se marchan las monjas de Polanco. Su partida dejará un profundo vacío en el alma del pueblo, no en vano han estado presentes durante más de 120 años, creando vínculos que van más allá de la enseñanza. El Colegio La Milagrosa, toda una institución, ha contribuido de forma decisiva a forjar la identidad local, siendo sus monjas parte del paisaje humano, parte del “paisanaje”.

                                                         Colegio La Milagrosa

Las primeras Hermanas llegaron a Polanco en septiembre de 1903, para hacerse cargo de una escuela de niñas fundada muchos años antes bajo el patronato familiar del insigne novelista polanquino José María de Pereda. La modesta escuela, habilitada también como residencia para las tres primeras religiosas, ofrecía enseñanza gratuita a muchas niñas, algunas de las cuales, por carecer de medios o vivir lejos del colegio, también recibían allí la comida diaria.

Gracias a una generosa herencia recibida del polanquino Mateo Gómez Menocal (1817-1900), quien hizo fortuna en Guatemala y cuyos restos descansan en el baptisterio de la capilla del colegio, se pudieron acometer ampliaciones: se construyeron nuevas aulas, una residencia para las religiosas y, en 1912, la capilla. El creciente número de alumnas motivó la llegada de nuevas hermanas, y la escuela pasó a denominarse Escuela de la Milagrosa.

El 1 de octubre de 1913, según me anota sor Manuela, la Visitadora Sor Josefa Bengoechea, el director Padre Eladio Arnaiz y José María de Pereda (hijo del novelista), como patrón, firmaron un nuevo contrato por el cual seis Hijas de la Caridad se hacían cargo de la dirección del colegio, bajo la advocación de la Virgen Milagrosa, en su labor moral e intelectual.

En 1924, los hijos del escritor constituyeron la Fundación Benéfico-Docente "Colegio de la Milagrosa", siendo su primer patrón Don Vicente de Pereda de la Revilla. A su fallecimiento, la responsabilidad pasó a su hijo, Luis Pereda Torres Quevedo, quien finalmente donó la Fundación a la Comunidad, con autorización del Ministerio de Educación el 7 de noviembre de 1951.

El colegio siguió creciendo. En 1957, ante el notable aumento de matrícula, se construyó una nave de dos plantas para mejorar la atención a las alumnas y acoger a numerosas internas. En ese momento, la comunidad religiosa contaba con 10 Hermanas y el colegio albergaba a unas 400 niñas, internas y externas.

En 1977, se construyó un pabellón cubierto que, además de proteger a las alumnas de la lluvia durante los recreos, servía como espacio para las clases de gimnasia y diversas actividades culturales. Aquel salón amplio, con su escenario, dio mucho juego a lo largo de los años. En 1979, desapareció el internado. Hasta bien entrada la década de los 70, fue un centro exclusivamente femenino: los niños solo podían asistir hasta hacer la Primera Comunión, a los siete años. El colegio, bajo Concierto Educativo con el Estado, continúa hoy su labor docente con Educación Infantil y Primaria.

Pero más allá de la educación, las monjas han estado profundamente imbricadas en la vida social del pueblo. Nunca vivieron apartadas; conocían a sus vecinos y eran conocidas por ellos. Participaron activamente en la vida cultural del municipio: prestaron sus instalaciones para representaciones teatrales organizadas por el ayuntamiento y la Obra Social de la  Caja de Ahorros de Cantabria, ofrecieron su salón de actos al Consejo de la Tercera Edad cuando este carecía de un local adecuado, colaboraron con la Asociación Sociocultural de Polanco cediendo espacios para vestuario, maquillaje y salida de la Cabalgata de Reyes, y permitieron el uso de sus pistas deportivas fuera del horario escolar. Año tras año, han venido recibiendo con alegría a la Ronda Marcera.

Tampoco olvidaremos su solidaridad en las inundaciones de 1983 y 1986, cuando prestaron su ayuda desinteresada a las familias afectadas.

Por sus aulas han pasado generaciones de polanquinas y polanquinos. Muchos de nosotros guardamos recuerdos entrañables de aquellos primeros años de infancia: La pizarra, el pizarrín, el babi negro, el cuello de plástico que apretaba el gaznate… Yo, personalmente, no puedo olvidar a Sor Juana Oliva, mi maestra, entre los 5 y 7 años. Tenía ya unos 75 años, siempre con una toquilla sobre los hombros y el característico cornette de las Hijas de la Caridad, mirando por encima de las gafas que descansaban sobre la punta de su nariz. Fue una de las primeras hermanas que llegaron al colegio, donde falleció en 1970, a los 85 años. También Sor Encarnación Ferradán, de edad similar, con serenidad, cariño y sensibilidad me enseñó a escribir en las ausencias de Sor Juana. Ambas dedicaron su vida entera a la enseñanza, con una paciencia y un cariño que nunca olvidaré.

A pesar del elevado número de alumnos por aula, muchos de nosotros aprendimos a leer, escribir con soltura y dominar las cuatro operaciones básicas. Recibíamos dulces, caramelos, y el llamado "pan de ángel", restos de las obleas para la misa. Aquellos pequeños gestos contenían una inmensa ternura.


                                                                      Las últimas siete Hermanas de la Caridad  en la misa de despedida el 7 septiembre 
                                                        Sor Mari Luz (superiora), Sor Neluca, sor Margarita,  Sor Puri, Sor Isabel, Sor Vicente y Sor Adelaida.

Hoy, al anunciarse su marcha, sentimos un profundo agradecimiento y una honda nostalgia. Las monjas han sido historia viva de Polanco. Se las echará de menos, se las recordará con cariño, y su huella quedará para siempre en la memoria colectiva del pueblo.